Domingo de Ramos
Primera lectura
Lectura del libro de Isaías Is 50, 4-7
Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
Y, tomando un cáliz, después de pronunciar la acción de gracias, dijo:
- «Tomad esto, repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid hasta que venga el reino de Dios».
Y, tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio diciendo:
- «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía».
Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz diciendo:
- «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros. Pero mirad: la mano del que me entrega está conmigo, en la mesa. Porque el Hijo del hombre se va, según lo establecido; pero ¡ay de aquel hombre por quien es entregado!».
Se produjo también un altercado a propósito de quién de ellos debía ser tenido como el mayor. Pero él les dijo:
- «Los reyes de las naciones las dominan, y los que ejercen la autoridad se hacen llamar bienhechores. Vosotros no hagáis así, sino que el mayor entre vosotros se ha de hacer como el menor, y el que gobierna, como el que sirve. Porque quién es más, el que está a la mesa o el que sirve? ¿Verdad que el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve.
Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas, y yo preparo para vosotros el reino como me lo preparó mi Padre a mí, de forma que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino, y os sentéis en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel.
Él le dijo:
- «Señor, contigo estoy dispuesto a ir incluso a la cárcel y a la muerte».
Pero él le dijo:
- «Te digo, Pedro, que no cantará hoy el gallo antes de que tres veces hayas negado conocerme».
- «Cuando os envié sin bolsa, ni alforja, ni sandalias, ¿os faltó algo?».
Dijeron:
Jesús añadió:
- «Pero ahora, el que tenga bolsa, que la lleve consigo, y lo mismo la alforja; y el que no tenga espada, que venda su manto y compre una. Porque os digo que es necesario que se cumpla en mí lo que está escrito: “Fue contado entre los pecadores”, pues lo que se refiere a mí toca a su fin».
Ellos dijeron:
- «Señor, aquí hay dos espadas».
Él les dijo:
Salió y se encaminó, como de costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. Al llegar al sitio, les dijo:
- «Orad, para no caer en tentación».
- «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya».
Y se le apareció un ángel del cielo, que lo confortaba. En medio de su angustia, oraba con más intensidad. Y le entró un sudor que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de sangre. Y, levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos, los encontró dormidos por la tristeza, y les dijo:
- «¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para no caer en tentación».
Todavía estaba hablando, cuando apareció una turba; iba a la cabeza el llamado Judas, uno de los Doce. Y se acercó a besar a Jesús. Jesús le dijo:
- «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?».
Viendo los que estaban con él lo que iba a pasar, dijeron:
- «Señor, ¿herimos con la espada?».
Y uno de ellos hirió al criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha. Jesús intervino diciendo:
Y, tocándole la oreja, lo curó. Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los oficiales del templo, y a los ancianos que habían venido contra él:
- «¿Habéis salido con espadas y palos como en busca de un bandido? Estando a diario en el templo con vosotros, no me prendisteis. Pero esta es vuestra hora y la del poder de las tinieblas».
Después de prenderlo, se lo llevaron y lo hicieron entrar en casa del sumo sacerdote. Pedro lo seguía desde lejos. Ellos encendieron fuego en medio del patio, se sentaron alrededor, y Pedro estaba sentado entre ellos. Al verlo una criada sentado junto a la lumbre, se lo quedó mirando y dijo:
- «También este estaba con él».
Pero él lo negó diciendo:
Poco después, lo vio otro y le dijo:
- «Tú también eres uno de ellos».
Pero Pedro replicó:
- «Hombre, no lo soy».
- «Sin duda, este también estaba con él, porque es galileo».
Pedro dijo:
- «Hombre, no sé de qué me hablas».
Y enseguida, estando todavía él hablando, cantó un gallo. El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho: «Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces». Y, saliendo afuera, lloró amargamente.
E, insultándolo, proferían contra él otras muchas cosas. Cuando se hizo de día, se reunieron los ancianos del pueblo, con los jefes de los sacerdotes y los escribas; lo condujeron ante su Sanedrín, y le dijeron:
- «Si tú eres el Mesías, dínoslo».
Él les dijo:
- «Si os lo digo, no lo vais a creer; y si os pregunto, no me vais a responder. Pero, desde ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la derecha del poder de Dios».
Dijeron todos:
- «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?».
Él les dijo:
- «Vosotros lo decís, yo lo soy».
Ellos dijeron:
- «Qué necesidad tenemos ya de testimonios? Nosotros mismos lo hemos oído de su boca».
Y levantándose toda la asamblea, lo llevaron a presencia de Pilato. Y se pusieron a acusarlo diciendo:
Pilato le preguntó:
- «Eres tú el rey de los judíos?».
Él le responde:
Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente:
- «No encuentro ninguna culpa en este hombre».
Pero ellos insistían con más fuerza, diciendo:
- «Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde que comenzó en Galilea hasta llegar aquí».
Pilato, al oírlo, preguntó si el hombre era galileo; y, al enterarse de que era de la jurisdicción de Herodes, que estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días, se lo remitió. Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento, pues hacía bastante tiempo que deseaba verlo, porque oía hablar de él y esperaba verle hacer algún milagro. Le hacía muchas preguntas con abundante verborrea; pero él no le contestó nada.
- «Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo; y resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas de que lo acusáis; pero tampoco Herodes, porque nos lo ha devuelto: ya veis que no ha hecho nada digno de muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».
Ellos vociferaron en masa:
- «¡Quita de en medio a ese! Suéltanos a Barrabás».
Este había sido metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio. Pilato volvió a dirigirles la palabra queriendo soltar a Jesús, pero ellos seguían gritando:
- «¡Crucifícalo, crucifícalo!».
Por tercera vez les dijo:
- «Pues ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».
Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío. Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad.
Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús. Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo:
Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él. Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía:
- «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte. El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas diciendo:
- «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».
Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo:
- «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:
- «No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía:
- «Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo».
- «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».
Jesús le dijo:
- «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».
Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo:
- «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu».
Y, dicho esto, expiró. El centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria a Dios diciendo:
- «Realmente, este hombre era justo».
Toda la muchedumbre que había concurrido a este espectáculo, al ver las cosas que habían ocurrido, se volvía dándose golpes de pecho. Todos sus conocidos y las mujeres que lo habían seguido desde Galilea se mantenían a distancia, viendo todo esto.
Había un hombre, llamado José, que era miembro del Sanedrín, hombre bueno y justo (este no había dado su asentimiento ni a la decisión ni a la actuación de ellos); era natural de Arimatea, ciudad de los judíos, y aguardaba el reino de Dios. Este acudió a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido puesto todavía.