Pocos saben de la existencia de Artabán, el cuarto Mago, que nunca llegó a su destino y que aún así fue recompensado. Era un hombre de largas barbas, ojos nobles y profundos que residía, se dice, en el año 4 a. C. en el monte Ushita.
Un día cualquiera llegan hasta su cueva emisarios de Melchor, Gaspar y Baltasar, que le advierten del descubrimiento de una estrella que anuncia el nacimiento de el ansiado Mesías y lo citan en la ciudad de Borsippa.
Antes de partir, Artabán elige cuidadosamente las ofrendas que depositará a los pies del Mesías: un diamante de Méroe, que repele los golpes del hierro y neutraliza los venenos; un jaspe de Chipre, que estimula el don de la oratoria; y un rubí de las Sirtes, cuyo fulgor disipa las tinieblas del espíritu.
Artabán cabalgó sin descanso hasta que, a las afueras de Borsippa, se tropieza con un hombre agonizante y desnudo, un comerciante que ha sido desvalijado por unos ladrones y después golpeado sin piedad.
Lavó con vino sus heridas y entablilla sus huesos quebrados. Cuando el viajero le confesó que los ladrones lo han despojado de todos sus caudales, se apiadó de él y le regala el diamante de Méroe que reservaba para el Mesías.
Cuando Artabán llega a Barsippa, un posadero le entrega un mensaje de Melchor, Gaspar y Baltasar donde le indicaron que lo esperaron en vano.
“No podemos retrasar más nuestro viaje. Síguenos a través de desierto. Que la estrella te guíe”
Artabán forzó tanto su caballo que este murió de cansancio y continuó a pie. Cuando llegó por fin a su destino se topó con la crueldad desatada de Herodes, que ha ordenado a los soldados de su guardia el exterminio de los varones recién nacidos.
Cuando vio que un soldado estaba a punto de asesinar a un niño le ofrece el rubí de las Sirtes que guardaba a cambio de la vida del menor. Un capitán de Herodes lo sorprende y ordena que apresen a Artabán y lo envíen a Jerusalén.
Allí es encarcelado por décadas hasta convertirse en un anciano ciego. En medio de las tinieblas de su encierro, llega a escuchar rumores sobre un Galileo que sana a los enfermos. Confusamente, intuye que ese Galileo debe de ser el Mesías que un día remoto quiso honrar con sus regalos.
Muchos años más tarde, es liberado. Se tambalea por las calles con los ojos quemados de sol. Una riada de gentes se dirige al Gólgota, para presenciar la crucifixión de un profeta que ha osado blasfemar contra Dios, según el veredicto del Sanedrín. Artabán se deja arrastrar por la multitud, pero se detiene a recuperar el resuello en una plaza en la que se está subastando como esclava a una muchacha de cabellos de fuego.
Hondamente conmovido, Artabán escarba entre sus andrajos y rescata el jaspe de Chipre que ha logrado conservar durante tantos años de cautiverio, con el que compra la libertad de la muchacha, que besa sus arrugas y sus ojos yermos.
De repente, la tierra tiembla y el velo del templo se rasga y los sepulcros se abren y una falla se traga a Artabán, que antes de morir aún acierta a vislumbrar la figura de un hombre llagado y resplandeciente; su voz descendió sobre él como un bálsamo. “Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estuve desnudo y me vestiste, enfermo estuve y me curaste, me hicieron prisionero y me liberaste...”
Artabán preguntó, perplejo o desmemoriado. ¿Cuándo hice yo esas cosas? La muerte ya estrangula su hálito cuando el hombre llagado y resplandeciente le susurra. Cuanto lo hiciste por mis hermanos, lo has hecho por mí .
Y Artabán murió en los brazos del Mesías anunciado por la estrella de Belén.